domingo, 27 de diciembre de 2009

Fiesta de la Sagrada Familia

La Sagrada Familia en el pesebre viviente de la Parroquia San José Obrero el 24 de diciembre.



Homilía de Mons. Heriberto Bodeant en la fiesta patronal de la Capilla Sagrada Familia, Parroquia San José Obrero, Diócesis de Melo

Queridas hermanas, queridos hermanos,
Aquí presentes, o siguiendo esta celebración a través de Radio María:
¡Feliz Navidad!

Jesús ha nacido en el hogar que forman María y José. Ese nacimiento hace de los tres una familia, la Sagrada Familia, cuya fiesta celebramos hoy, primer domingo después de Navidad.

El Evangelio que hemos escuchado culmina diciendo que “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”.

La familia se manifiesta así no sólo como el ámbito que recibe a un niño que nace de ella y en ella, sino como el lugar adecuado para su crecimiento integral.

El crecimiento que más inmediatamente se manifiesta es el crecimiento físico: el Evangelio dice que Jesús iba creciendo “en estatura”.

Pero no se trata sólo de aumentar de tamaño y de peso. Al crecer, se va adquiriendo conocimiento del propio cuerpo, explorando sus funciones. Para el ser humano es un proceso lento. Cuando nace un potrillo, es muy poco el tiempo que necesita para pararse sobre sus patas, y apenas un poco más para empezar a andar y trotar… ¿cuánto tiempo necesitamos nosotros, después de nacer, para poder andar sobre nuestros pies? Y cuando podemos andar así, dando vueltas por toda la casa o asomándonos a la puerta, no es que seamos ahora independientes… al contrario: necesitamos otra forma de cuidado y vigilancia.

También necesitamos ser alimentados. El crecimiento sano está relacionado a una alimentación adecuada, que comienza por la leche materna para irse poco a poco diversificando y enriqueciendo. Alimentar a los hijos moviliza a la familia. Es la necesidad más básica. Muchos padres han comprobado que los hijos vienen “con un pan abajo del brazo”, pero saben también que ese pan se gana “con el sudor de la frente”. El trabajo toma otro sentido cuando se realiza por la familia, para alimentar, vestir, dar una vivienda adecuada a esos hijos que crecen. El trabajo se hace así una generosa y concreta entrega de amor y de vida.

Junto al crecimiento físico, se va dando el desarrollo de la personalidad: “Jesús crecía en sabiduría”.

Aprendemos a hablar y así podemos nombrar a las personas y a las cosas, y expresar lo que conocemos y lo que sentimos. Se comienza a configurar el pensamiento. Los recuerdos encuentran su forma de ser expresados y registrados por medio del lenguaje.

Así vamos aprendiendo. Pero la sabiduría no es cualquier aprendizaje. Como dice el Martín Fierro “Es mejor que aprender mucho el aprender cosas buenas”. Cosas buenas. Allí está la sabiduría. Aprender lo bueno, lo que es realmente importante para la vida, lo que le da sentido. Conocer las propias raíces, la historia de la familia. Aprender a caer y levantarse; a ganar y a perder; a enfrentar las contradicciones y las frustraciones; a reconocer y a agradecer; a ser humilde sin dejarse humillar; a perdonar y a pedir perdón; a estar atento al prójimo y a sus necesidades: “a no dar de lo que sobra, sino de lo que falta”, como dice una vieja canción. Fundamentalmente, se trata de aprender a amar, a salir de sí mismo, del egocentrismo o del egoísmo, para abrirse a los demás en el amor, empezando por casa.

Cuando llegamos a ser adultos, ya no es necesaria esa protección que nos dio la familia para hacer posible nuestro crecimiento inicial; pero siguen siendo necesarios esos vínculos que nos siguen enriqueciendo a lo largo de la vida. El amor paterno, el amor materno, el amor filial, el amor fraterno, no se agotan, sino que siguen teniendo nuevos desafíos a medida que la familia se desarrolla en el tiempo. Hoy de mañana, en “Rueda de Amigos” de radio María, recordábamos el rol especial de los abuelos, trasmitiendo sus vivencias de otro tiempo, ayudando a forjar una sabiduría de vida.

La sabiduría de Jesús está en remontarse a su origen más profundo: el Padre, de quien Él viene, y hacia quien Él va. Así Jesús podrá decir un día: “mi alimento es hacer la voluntad del Padre”. Jesús descubre el amor de su Padre Dios, y responde a Él, sin que eso menoscabe su amor por su familia de la tierra.

No es casual que las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas sean las que hemos escuchado hoy: “¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. Ocuparse de las cosas de su Padre: esa es la misión que colma la vida de Jesús.

Y todo esto es lo que expresa el tercer aspecto del crecimiento que es señalado en Jesús. El Evangelio nos dice que crecía “en sabiduría, en estatura y en Gracia”.

Ese crecimiento “en Gracia” significa que Jesús madura su experiencia de Dios, su experiencia del Padre. El niño es capaz de Dios, como lo afirma el título de un libro del que me habló una mamá de Salto. Es posible para el niño ser educado en la fe y crecer en ella desde el comienzo de su vida.

No es posible, ni sería muy bueno, que siguiéramos creciendo en estatura indefinidamente (aunque algunos podrían querer tener algunos centímetros más). Sin embargo, es posible seguir creciendo siempre en sabiduría y en Gracia.

La sabiduría humana y más aún, la vida en el Espíritu, la vida en la Gracia, siempre puede ser acrecentada. Todo lo de Dios es un misterio, pero eso no significa que esté cerrado o sea imposible conocerlo. Lo que significa realmente es que siempre podemos meternos más y más en el corazón de ese Misterio sin terminar de conocerlo, sin agotarlo. Siempre podemos conocer más a Dios, siempre podemos amarlo más.

Le pedimos a la Sagrada Familia, especialmente a María y a José, que tuvieron en su hogar el misterio vivo del Dios hecho hombre, que nos ayuden, a nosotros y a nuestras familias, a crecer como ellos en su conocimiento y amor de Dios.

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