viernes, 10 de junio de 2022

Santísima Trinidad. “Todo lo que es del Padre es mío”. (Juan 16,12-15)

El Dios desconocido

Desde los comienzos de la historia, el ser humano ha buscado a Dios. La experiencia religiosa está presente en todas las culturas, con muy diversas manifestaciones. La mayor parte de esas expresiones parte de la búsqueda de los hombres, que intuyen una realidad que trasciende nuestra existencia, que está más allá de nuestra vida en este mundo.
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que, en el areópago de Atenas, algo así como la plaza mayor de la ciudad, había un altar dedicado “al Dios desconocido”. Hasta allí llegó san Pablo, que partió de esa inscripción para hablar a los atenienses: 

“veo que ustedes son (…) los más religiosos de todos los hombres” (Hechos 17,22) 

les dijo. En realidad, Pablo estaba indignado 

“al contemplar la ciudad llena de ídolos” (Hechos 17,16), 

pero no eligió el camino de fustigar a su audiencia, sino de captar su buena voluntad. A continuación, da una explicación sobre el origen de la búsqueda de Dios:

“El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él… hizo salir de un solo principio a todo el género humano… para que [los hombres] busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. (Hechos 17,24.26.27)
“Aunque sea a tientas”. Se busca al tanteo cuando se quiere encontrar algo que está envuelto en completa oscuridad. Es una búsqueda difícil y, por lo tanto, es posible equivocarse, como lo dice el mismo Pablo, en su carta a los Romanos. Los hombres
“se extraviaron en vanos razonamientos y su mente insensata quedó en la oscuridad… cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes que representan a hombres corruptibles, aves, cuadrúpedos y reptiles.” (Romanos 1,21.23)
Peor aún, muchas veces el hombre proyectó -o proyecta- en un supuesto Dios sus propias pulsiones de muerte y violencia, produciendo terribles resultados para la convivencia humana, en supuestas “guerras santas”.

El Dios revelado

Dios no quiso dejar al hombre en la oscuridad: por eso envió al mundo a su propio Hijo, el único que puede declarar:

«Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida» (Juan 8,12)
Jesús, el enviado del Padre, ha venido a dar a conocer al Dios verdadero.
“Conocer”, en el lenguaje bíblico, no es un mero acto intelectual, sino que involucra a toda la persona. Conocer es, de alguna manera, entrar en la intimidad, en el misterio del otro.
Debemos tener presente esto para entender estas palabras de Jesús:
Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo. (Juan 17,3)
Jesús define la Vida eterna como el conocimiento del único Dios verdadero. Repetimos: no se trata de tener una idea de Dios: conocer a Dios es entrar en su intimidad, es alcanzar la felicidad plena y sin fin; es Vida: Vida eterna.

Con Jesús se cumple el largo proceso a través del cual Dios se fue revelando a los hombres; primero, manifestándose a Abraham, que creyó en él y es por eso el padre de los creyentes; luego, mostrándose en la zarza ardiente a Moisés, que le preguntó cuál era su Nombre (cf. Ex 3,13). Dios siguió manifestándose a través de sus palabras comunicadas por los profetas y de sus intervenciones en la historia de su pueblo.

El Dios trino

Jesús continúa esta revelación presentando a Dios como su Padre y a él mismo como el Hijo.

“El Padre y yo somos una sola cosa” (Juan 10,30)
Pero, y entonces, ¿dónde entra el Espíritu Santo? ¿Por qué una tercera persona?
Dios se ha revelado. Ha permitido que nos asomemos a su misterio; y, mirando hacia dentro de ese misterio, vemos el amor con que el Padre ama al Hijo y el amor con que el Hijo ama al Padre: es el Espíritu de Amor, el Espíritu Santo. Así nos dice san Pablo
“nadie conoce los secretos de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2,11)
Pero el Espíritu no se queda en esa intimidad del misterio de Dios. Precisamente, llegamos a conocer al Padre y al Hijo por la acción del Espíritu Santo.
“Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Juan 16,12-15)
Eso dice Jesús en el evangelio que leemos este domingo.
Esta es una de las cinco promesas referidas al Espíritu Santo que Jesús hace en el marco de la última cena.
Llama la atención que, en un discurso de despedida, Jesús “deje cosas en el tintero”, algo que no ha dicho aún:
Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. (Juan 16,12-15)
¿Por qué deja esa incógnita en su mensaje? Si Él se va ¿qué esperanza queda para los discípulos de conocer eso que ahora no pueden comprender?
Precisamente, Jesús dice eso porque el Espíritu Santo completará su misión: “él los introducirá en toda la verdad”. Otras traducciones dicen “Él los guiará en la verdad completa”. Entonces, no es que nos guíe hacia la verdad, como una meta, sino en la verdad, como un camino que vamos recorriendo en nuestra vida, viviendo en la verdad bajo la guía del Espíritu. El Espíritu hace posible que la palabra de Jesús se haga vida en nosotros.

Sigue explicando Jesús la misión del Espíritu:
“… no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído (…) Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Juan 16,12-15).
Eso que Jesús enseñó y que los discípulos, en el momento de la última cena, no son capaces de asimilar, el Espíritu hará que puedan hacerlo propio y profesarlo como la verdad.

El Dios misterioso

Aún con la ayuda del Espíritu Santo, comprender y aceptar el misterio de la Trinidad fue difícil para algunos cristianos de los primeros tiempos. Por ejemplo, costaba aceptar que el Hijo fuera semejante al Padre. Muchos pensaban que Jesús era nada más que una criatura que el Padre había adoptado y llevado con él. En cambio, el evangelio de Juan comienza diciéndonos que el Hijo (el Verbo, la Palabra) estaba junto a Dios en el principio y desde el principio era Dios; luego nos explica que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, él puede hacer esta fuerte afirmación trinitaria:

“Todo lo que es del Padre es mío” (Juan 16,12-15).
Ese “todo” incluye la divinidad; por eso decimos: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.
Jesús completa sus palabras diciéndonos que el Espíritu:
“Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Juan 16,12-15).
Eso que Jesús llama “lo mío” es lo propio de su persona. Siendo Dios Hijo, ese “lo mío” es lo que hace que Él sea el Hijo y no el Padre. Eso es lo que el Espíritu tomará de Él y nos concederá a nosotros: compartir con Jesús su condición de Hijo de Dios.

Y vamos concluyendo… Si conocemos la Trinidad es porque desde el seno de Dios hubo dos envíos: el del Hijo y el del Espíritu Santo. San Pablo lo resume así:
“cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer… para hacernos hijos adoptivos… Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gálatas 4,4.5.6)

El Dios que da Vida eterna

De esta manera se abre para nosotros la puerta de la Vida eterna, el camino para entrar a la intimidad de Dios: 

“Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo”. (Juan 17,3).
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga la Trinidad Santísima: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, Amén.

No hay comentarios: