“Ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. El fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad.” (Efesios 5, 8-9)
Pablo escribe a la comunidad de Éfeso, una ciudad grande e imponente donde había vivido, bautizando y evangelizando.
Probablemente se encuentre en Roma, en prisión, en torno al año 62. Está sufriendo y sin embargo escribe a estos cristianos, no tanto para resolver problemas de la comunidad, sino para anunciarles la belleza del designio de Dios sobre la Iglesia naciente.
Recuerda a los efesios que, por el don del bautismo y de la fe, han pasado de las tinieblas a la luz, y los alienta a comportarse de manera coherente. Para Pablo se trata de recorrer un camino, un permanente crecimiento en el conocimiento de Dios y de su voluntad de amor, volver a comenzar día tras día.
Por lo tanto, quiere exhortarlos a vivir en lo cotidiano según la llamada que recibieron: ser “imitadores de Dios” [1] como “hijos muy queridos”, santos, misericordiosos.
“Ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. El fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad.”
También nosotros, cristianos del siglo XXI, estamos llamados a “ser luz”, pero podemos sentirnos inadecuados, condicionados por nuestros límites o impelidos por las circunstancias externas.
¿Cómo caminar con esperanza, no obstante las tinieblas y las incertidumbres que a veces parecen dominarnos?
Pablo sigue dándonos coraje: es la Palabra de Dios vivida la que nos ilumina y nos hace capaces de “brillar como haces de luz en el mundo” [2] .
“Como otro Cristo, cada hombre y cada mujer pueden aportar una contribución en todos los campos de la actividad humana: en la ciencia, en el arte, en la política. Si recibimos su Palabra nos sintonizamos cada vez más con sus pensamientos, sus sentimientos, sus enseñanzas. Ella ilumina toda nuestra actividad, endereza y corrige cada expresión de nuestra vida. Nuestro ‘hombre viejo’ está siempre dispuesto a retirarse en lo privado, a cultivar sus pequeños intereses personales, a olvidar a las personas que pasan a nuestro lado, a quedar indiferentes frente al bien público, a las exigencias de la humanidad que nos rodea. Entonces, volvamos a encender en nuestro corazón la llama del amor y tendremos ojos nuevos para mirar alrededor” [3].
“Ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. El fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad.”
La luz del Evangelio, vivido por cada uno y por la comunidad, aporta esperanza y refuerza las relaciones sociales, incluso cuando las calamidades causan dolor y agravan la pobreza.
En las Filipinas, tal como refiere Jun, en plena pandemia, una comunidad fue destruida por el fuego y muchas familias lo perdieron todo: “Si bien somos pobres, mi mujer Flor y yo teníamos el fuerte deseo de ayudar. Compartí esta situación con el grupo de motociclistas al que pertenezco, por más que supiera que estaban sufriendo como nosotros. Lo cual no impidió que mis amigos tomaran cartas en el asunto. Recogimos latas de sardinas, fideos, arroz y otros alimentos para entregar a las víctimas de los incendios. A menudo mi mujer y yo nos sentíamos desanimados al pensar en lo que nos esperaría en el futuro, pero recordamos siempre esa frase del Evangelio que dice que quien quiere salvar su vida la perderá, pero quien la pierde por su causa la encontrará [4]. A pesar de no ser ricos, creemos tener siempre algo para compartir por amor de Jesús con los demás, y ese amor nos impulsa a seguir dando sinceramente y a tener confianza en el amor de Dios”.
Por lo tanto, se trata de dejarse iluminar en lo profundo del corazón. Los frutos buenos de este camino –bondad, justicia y verdad– son gratos a los ojos del Señor y son testimonio de la vida buena del Evangelio, más que cualquier otro discurso.
Y no olvidemos el sostén que recibimos de todos aquellos con los que compartimos este Santo Viaje de la vida. El bien que recibimos, el perdón recíproco que experimentamos, el compartir bienes materiales y espirituales que podemos vivir: todas ayudas preciosas que nos abren a la esperanza y nos hacen testigos.
Jesús ha prometido: “Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” [5].
El Resucitado, fuente de nuestra vida cristiana, está siempre con nosotros en la oración común y en el amor recíproco, para alentar nuestro corazón e iluminar nuestra mente.
Letizia Magri
[1] Cf. Efesios 5, 1.
[2] Cf. Filipenses 2, 15.
[3]C. Lubich, Palabra de Vida, septiembre 2005.
[4] Cf. Marcos 8, 35.
[5] Cf. Mateo 28, 20.
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