lunes, 28 de febrero de 2011

Oración del Bicentenario

Hoy, 28 de febrero, Uruguay inicia la celebración del "Bicentenario del proceso de emancipación oriental", como se le ha denominado oficialmente.
Se conmemora hoy el "Grito de Asencio". La historia uruguaya recuerda así la decisión tomada por criollos de la Banda Oriental el 28 de febrero de 1811 a orillas del arroyo Asencio (ubicado en el hoy departamento de Soriano), de emprender las primeras acciones revolucionarias contra la Corona de España.
En ese los revolucionarios tomaron las cercanas poblaciones de Mercedes y Santo Domingo de Soriano. Con Benavides al mando de las tropas, capturaron luego las poblaciones de El Colla (actual Rosario), el 20 de abril y San José, el 25 de abril. El 26 de mayo sitiaron Colonia del Sacramento, que cayó una semana después.
El incipiente movimiento recibiría un fuerte impulso con la incorporación de Artigas, que prontamente se convertiría en el líder de la revolución al oriente del río Uruguay.

Monumento al "Gaucho de Asencio", en Mercedes
Obra del escultor José Luis Zorrilla de San Martín,
inaugurada en 1942.

Oración del Bicentenario

¡Gracias, Señor, por la tierra que nos diste, este hermoso lugar en el mundo!
Gracias por sus ríos caudalosos y sus amplias playas;
por sus campos fecundos y sus extensas cuchillas;
por sus ciudades, a escala humana,
y, sobre todo, por la gente que la habita.
Ayúdanos a vivir en este suelo como hermanos unidos y como hijos tuyos.

Al hacer memoria del Bicentenario de nuestra Patria,
te agradecemos por todos los que trabajaron para construirla,
comprometidos con el bien común, en un proyecto compartido:
hombres y mujeres, indios, gauchos y chacreros, blancos y negros, pobres y ricos.

Nos regalaste una tierra generosa,
para que creciéramos en ella como un verdadero pueblo,
donde todos tengan lo necesario para una existencia digna
y donde se viva la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad.

Bendice y haz productivo el trabajo de nuestras manos:
de los que están en las fábricas y en el campo, en las oficinas y en las rutas,
en los centros educativos y en los hogares.
Consuela a los que están lejos de sus seres queridos.
Sostiene a quienes no tienen trabajo
y a los que dejaron el país en busca de nuevas oportunidades.

Tú eres la fuente de toda vida. Protege a nuestras familias,
para que en ellas nazca y se defienda la vida humana.
Acompaña a las madres y a los padres en su misión de educadores.
A los niños, concédeles crecer en sabiduría y gracia.
Guía a los jóvenes, especialmente en sus opciones vocacionales.
Que los mayores y los enfermos encuentren atención, cariño y consuelo.

Fortalece, Señor, las voluntades e ilumina las mentes
de los que tienen responsabilidad sobre el destino de nuestra gente:
del presidente, de los ministros y los gobernantes;
de los legisladores y de los que ejercen la justicia;
de los que conducen la educación y de los que dirigen la economía;
de los obispos y de los sacerdotes.
Que todos sean servidores de tu pueblo
y busquen continuamente que “los más infelices sean los más privilegiados”.

Señor, danos siempre el fuego de tu Santo Espíritu,
que encienda en nosotros el amor que construye fraternidad
y nos regale la capacidad de testimoniar públicamente nuestro ser de cristianos.

A María, tu Madre y nuestra Madre, Virgen de los Treinta y Tres Orientales,
le confiamos este pueblo peregrino que celebra su Bicentenario,
para que todos lleguemos a la Patria del Cielo que tu Hijo nos tiene preparada.

Amén.

(Oración elaborada por AUDEC,
Asociación Uruguaya de Educación Católica)

"La mañana de Asencio"
Autor: Carlos María Herrera
Óleo s/tela 3,03 x 1,92 m
Museo Nacional de Bellas Artes

La hueste se detuvo un instante, en medio de profundo silencio, apenas interrumpido por algún escarceo impaciente o el roce de las rodajas. Las lanzas y los sables en posición horizontal, se agitaban a intervalos, entre esas voces bajas o ruidos sordos que tanto se asemejan al resuello del tigre en la oscuridad. Pocos pasos a retaguardia, quince o más hombres formados en escalón constituían la reserva, también con las armas bajas, en actitud de pelea.
A poco prosiguió el avance con el sigilo posible entre la niebla.
Pero, antes de coronar la hueste la cuchilla, resonó un estampido; y una bala de tercerola pasó silbando por un claro de la fila, hiriendo a un hombre de la reserva.
A esta detonación, sucediose un alarido formidable.
Y la hueste se lanzó a toda rienda, salvando la loma y la ladera con la celeridad de una manada de potros, hasta caer sobre la tropa acampada en el llano, en momentos en que buscaba su formación entre espantoso desorden.
Fue aquello como un choque de hierros que se rompen.
Voces enérgicas, gritos salvajes, sordas caídas, chasquidos de rebenques, rotura de astiles, desenfrenadas carreras, ahogados lamentos, relinchos despavoridos, fogonazos, blasfemias, maldiciones, y después... un tropel prolongado de fuga, negros fantasmas alejándose del lugar de la sorpresa como en alas del viento, botes de lanza en el suelo, siniestros golpes de sable sobre cuerpos que se revolvían bajo los caballos derribados, pavoroso torbellino de hombres y cuadrúpedos en la tierra estremecida bajo los cascos con el redoble del trueno.
La gente del preboste había sido deshecha y dispersa con una sola carga, en las que cien rabiosos gritos de guerra hicieron el efecto de otros tantos clarines. Cinco minutos después, había rendido la vida el que no se había librado a la fuga.
Yacían por tierra hombres de uno y otro bando.
En cierto sitio, un grupo despenaba a dos o tres moribundos con golpes de gracia; en otro, los negros cimarrones despojaban los muertos de sus prendas; y en círculo más extenso perseguíanse algunos caballos enjaezados que vagaban sin ginetes por las alturas, con las riendas destrozadas y los aperos revueltos.
Esta refriega oscura duró lo que una tromba.
Benavides cruzó el campo, haciendo recoger a su paso las armas blancas y tercerolas de pedernal esparcidas por las yerbas, que debían servir a los que en defecto de lanzas habían cargado a cuchillo; y llegose hasta una tapera, resto de un ranchejo de paredes de tierra y ramas que alzaba sus picachos de lodo seco junto a un pedregal riscoso.
Allí se detuvo a esperar el regreso de los compañeros que habían seguido la persecución fuera del campo, en banda dispersa, o a grupos aislados.

Fragmento de Ismael, novela histórica de
Eduardo Acevedo Díaz, publicada en 1888.
En este pasaje se inspiró Carlos María Herrera

para su obra "La mañana de Asencio"

 

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