Palabras del Papa en el "Angelus" de hoy
La solemnidad de todos los santos, que hoy celebramos, nos invita a elevar la mirada al Cielo y a meditar en la plenitud de la vida divina que nos espera. "Somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía" (1Juan 3, 2): con estas palabras el apóstol Juan nos asegura la realidad de nuestra futura relación con Dios, así como la certeza de nuestro destino futuro. Como hijos amados, por este motivo, recibimos también la gracia para soportar las pruebas de esta existencia terrena, el hambre y la sed de justicia, las incomprensiones, las persecuciones (Cf. Mateo 5, 3-11), y al mismo tiempo heredamos ya desde ahora lo que se promete en las bienaventuranzas evangélicas, "en las cuales resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que inaugura Jesús" (Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Milán 2007, 95; Jesús de Nazaret). La santidad, imprimir a Cristo en uno mismo, es el objetivo de la vida del cristiano. El beato Antonio Rosmini escribe: "El Verbo se había impreso a sí mismo en las almas de sus discípulos con su aspecto sensible... y con sus palabras... había dado a los suyos esa gracia... con la que el alma percibe inmediatamente al Verbo" (Antropologia soprannaturale, Roma 1983, 265-266, Antropología sobrenatural). Y nosotros experimentamos con antelación el don de la belleza de la santidad cada vez que participamos en la Liturgia eucarística, en comunión con la "multitud inmensa" de los bienaventurados, que en el Cielo aclaman eternamente la salvación de Dios y del Cordero (Cf. Apocalipsis 7, 9-10). "La vida de los Santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos" (encíclica Deus caritas est, 42).
Consolados por esta comunión de la gran familia de los santos, mañana conmemoraremos todos los fieles difuntos. La liturgia del 2 de noviembre y el piadoso ejercicio de visitar los cementerios nos recuerdan que la muerte cristiana forma parte del camino de asimilación a Dios y que desaparecerá cuando Dios será todo en todos. Si bien la separación de los afectos terrenales es ciertamente dolorosa, no debemos tener miedo de ella, porque cuando está acompañada por la oración de sufragio de la Iglesia, no puede quebrar los profundos lazos que nos unen en Cristo. En este sentido, san Gregorio de Niza afirmaba: "Quien ha creado todo con la sabiduría, ha dado esta disposición dolorosa como instrumento de liberación del mal y posibilidad para participar en los bienes esperados (De mortuis oratio, IX, 1, Leiden 1967, 68).
Benedicto XVI
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