jueves, 31 de marzo de 2022

“En adelante no peques más” (Juan 8,1-11). V Domingo de Cuaresma.

Estamos a las puertas de la Semana Santa. A través de las lecturas de hoy, seguimos adentrándonos en el proyecto de salvación que Dios tiene para nosotros. Del libro de Isaías, de la carta a los Filipenses y del Evangelio de Juan nos llega el más íntimo y profundo deseo de Dios: renovar todas las cosas a partir de su perdón, que quiera llegar hasta el fondo de nuestro ser, sin pedirnos más que ponernos en disposición de recibirlo.

Decía san Juan Pablo II que la Misericordia de Dios es infinita, porque Dios mismo es infinito:

Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. (Dives in Misericordia, 13
De parte de Dios, entonces, está la voluntad de darnos su perdón. De parte nuestra ¿qué debemos hacer? Nosotros tenemos que retirar las barreras que ponemos a la misericordia de Dios, es decir:
la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. (Dives in Misericordia, 13)
Busquemos, entonces, en la Palabra de Dios para este domingo, los caminos de la reconciliación que Dios, en su misericordia, nos presenta.
No se acuerden de las cosas pasadas,
no piensen en las cosas antiguas;
yo estoy por hacer algo nuevo:
ya está germinando, ¿no se dan cuenta? (Isaías 43, 16-21)
Por boca del profeta Isaías, Dios habla a su pueblo. Le recuerda los acontecimientos del pasado: la primera Pascua, la gran intervención de Dios para liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Lo de “no se acuerden” no es para borrar de la memoria esos hechos importantes, sino para que puedan abrirse a algo realmente nuevo, que ya está germinando. Es el llamado a dejar una visión puramente nostálgica del pasado, para recibir lo radicalmente nuevo que Dios realizará: la nueva y definitiva Pascua, la Pascua de Cristo, Pascua de resurrección.
Todo me parece una desventaja, comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él. (Filipenses 3,8-14)
Quien habla así es san Pablo, en su carta a los filipenses. Habla de cosas que ha dejado atrás. Cosas que fueron fundamentales en su vida; pero ahora se refiere a ellas como desventaja o desperdicio. Pablo estuvo fuertemente aferrado a las tradiciones de su pueblo, en el marco del movimiento fariseo. Convencido de que los cristianos estaban en un camino equivocado, los persiguió con saña… hasta que Cristo salió a su encuentro. Ese “algo nuevo” que Dios estaba por hacer, como anunciaba el profeta Isaías, apareció ante Pablo: Cristo resucitado. A partir de ese encuentro, su vida dio un gran giro y, de perseguidor del evangelio se convirtió en el gran evangelizador.

Isaías nos presentó la novedad del proyecto de salvación de Dios. Pablo nos cuenta como ha vivido él, personalmente, ese encuentro con el Salvador. Yendo ahora al evangelio, nos encontramos con un hecho puntual de la vida de Jesús. No aparece aquí el gran anuncio de Isaías, ni la experiencia personal de Pablo. En cambio, aparece Jesús actuando y salvando.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» (Juan 8, 1-11)
Los escribas y fariseos ponen a Jesús en confrontación con la Ley. La ley dice esto, y tú ¿qué dices? El evangelista nos muestra claramente la intención detrás de esa pregunta:
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. (Juan 8, 1-11)

¿A qué ley se referían aquellos hombres? Leemos en el Levítico y en el Deuteronomio:

 Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos serán castigados con la muerte. (Levítico 20,10)

Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos; el hombre que estaba acostado con la mujer, y también ella. (Deuteronomio 22,22)
Sin embargo, aquí está solo la mujer. Cabe preguntarse dónde está el hombre. Sólo se dice que la mujer “fue sorprendida en adulterio”. Parece que él ha escapado, rápidamente y sin ser reconocido. Ella no lo ha delatado, tal vez porque ni siquiera se le ha preguntado. Ahora, ella enfrenta sola la amenaza de muerte.

¿Cómo responderá Jesús? ¿Cómo salvar a la mujer? ¿Qué responder sin contradecir la ley? ¿Cómo va a mostrar la infinita misericordia de Dios ante la cual no hay ningún pecado humano que prevalezca?

Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo. Se estableció un tenso silencio. Los hombres insistieron. Jesús se incorporó y dio su respuesta:
«El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.»
Poco a poco, aquellos que estaban prontos a condenar y castigar, comenzaron a retirarse. No necesariamente eran malvados o incluso adúlteros. Pero sí pecadores, de una u otra forma. Todos somos pecadores. Todos necesitamos del perdón y de la misericordia. Dios no quiere la muerte del pecador. Ya lo había anunciado el profeta Ezequiel:
“Yo no deseo la muerte del malvado, sino que se convierta de su mala conducta y viva.” (Ezequiel 33,11)
Después que todos se marcharon, Jesús preguntó a la mujer: “¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor”.
«Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante.»
Amigas y amigos: así actúa Jesús. Así quiere devolvernos la dignidad de hijos e hijas de Dios. Llamándonos a la conversión y ofreciéndonos la misericordia infinita del Padre.
El próximo domingo comenzamos la Semana Santa, con la celebración del Domingo de Ramos. Dispongámonos a vivirla con el corazón abierto al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Dejémonos tocar por el amor que puede transformar los corazones más endurecidos.
Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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