jueves, 24 de marzo de 2022

“Iré a la Casa de mi padre” (Lucas 15,1-3.11-32). IV Domingo de Cuaresma.

El evangelio que leemos este domingo es nada menos que la parábola comúnmente llamada “el hijo pródigo”, también conocida como la “parábola de los dos hijos”, pero mejor nombrada como “parábola del padre misericordioso”.

El versículo que destacamos hoy es “Iré a la Casa de mi padre”. No se trata solo de una buena intención, como esas que a veces expresamos “un día de estos voy a ir a ver a fulano”… un día que nunca llega. No. Aquí se trata de una verdadera resolución. “Iré a la Casa de mi padre” es una decisión tomada, una decisión que se pone en práctica de inmediato. Una decisión que se sostiene durante un largo recorrido hasta llegar a la casa.

La decisión la toma aquel hijo que se había marchado, después de pedirle a su padre la parte de la herencia que le correspondía.

El hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
La decisión de volver llegó después de haber tocado fondo, después de haber conocido la miseria y de darse cuenta de todo lo que había perdido. Solo había conseguido trabajo para cuidar cerdos, animales impuros… y en un momento pasó tanta hambre que llegó a desear la comida de los chanchos. Recapacitando, recordó que los jornaleros de su padre tenían “pan en abundancia” y, muy resuelto, se dijo a sí mismo:
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.”
En la segunda lectura, san Pablo también nos pide que tomemos una decisión:
les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios. (2 Corintios 5,17-21)
Los invito a buscar la parábola del Padre Misericordioso. La encontramos en el evangelio de Lucas, capítulo 15, versículos 11 a 32. Leerla, meditarla, ponerme dentro de sus personajes… a veces seré ese hijo menor; a veces me encontraré en el hermano mayor; tal vez también pueda verme como el padre que quiere a sus hijos y se siente llamado a ser misericordioso.

Ahora, vayamos a la primera lectura, que no parece tener mucho que ver con la segunda ni con el evangelio. Más aún, es un pasaje breve, que, leído un poco rápidamente, no parece tener mucha tela que cortar. Sin embargo, tiene mucho para decirnos.

Estamos en el libro de Josué. Este hombre, después de la muerte de Moisés, es quien lidera al Pueblo de Dios que ha llegado a su destino.
Después de atravesar el Jordán, los israelitas entraron en la tierra prometida el día diez del primer mes, y acamparon en Guilgal. (Josué 4, 19; 5, 10-12)
Habían pasado cuarenta años desde el momento en que los israelitas iniciaron su éxodo, es decir, su salida de Egipto. Dejaron atrás la esclavitud para iniciar una aventura de libertad, guiados por Dios, por medio de Moisés.
En este versículo hay una fecha: el día diez del primer mes. No dice el año. Nos gustaría saberlo; pero el día y el mes importan, porque será el día en que cada año se vuelva a recordar aquello: el día diez del primer mes fue la entrada en la tierra prometida. Dios cumplió su promesa de llevar a su pueblo a “una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 13,5).

Pero volvamos esos cuarenta años atrás. El gran momento de la liberación estaba cerca. Dios señaló que ese mes en el que estaban sería, de allí en adelante, el primer mes del año (Éxodo 12,2) que posteriormente sería llamado Nisán. A continuación, Dios indicó algunos preparativos que debían hacerse con miras a la salida. Había que preparar una cena para esa noche; por eso…
El diez de este mes, consíganse cada uno un animal del ganado menor, uno para cada familia. (Éxodo 12,3)
Aquí tenemos la primera coincidencia: el día diez del primer mes comenzó la preparación de la salida; el día diez del primer mes, cuarenta años después, se produjo la entrada en la tierra.
Pero la noche de la salida, la noche de la pascua, correspondería al día catorce. Allí se comería el cordero, ya prontos para emprender la marcha:
Deberán comerlo así: ceñidos con un cinturón, calzados con sandalias y con el bastón en la mano. Y lo comerán rápidamente: es la Pascua del Señor. (Éxodo 12,11)
A partir de entonces, cada año, durante su travesía por el desierto, los israelitas volvieron a celebrar la Pascua el catorce del primer mes. Y ahora leemos en el libro de Josué:
El catorce del mes, por la tarde, celebraron la Pascua en la llanura de Jericó. (Josué 4, 19; 5, 10-12)
Así, el pueblo celebró por primera vez la pascua en la Tierra Prometida. Se cerró una etapa histórica. Comenzó un largo camino, con muchas etapas para recorrer hasta que un día, Jesús llegará a decir:
«He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión…» (Lucas 22,15)
A partir de la entrega de Jesús, de su muerte y resurrección, la Pascua tendrá otro sentido; su sentido definitivo, prefigurado por aquella primera pascua. La Pascua de Cristo es su paso de la muerte a la vida.
El cruce del Mar Rojo y el paso del Jordán, prefiguran el bautismo por el que el cristiano se une a la Pascua del Señor.
El Cordero Pascual será el mismo Jesús, entregado por nosotros y ofreciéndose como alimento en la Eucaristía.

Nos queda todavía el final de nuestro pasaje del libro de Josué:
Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos del país -pan sin levadura y granos tostados- ese mismo día. El maná dejó de caer al día siguiente, cuando comieron los productos del país. Ya no hubo más maná para los israelitas, y aquel año comieron los frutos de la tierra de Canaán. (Josué 4, 19; 5, 10-12)
El maná había sido un recurso extraordinario para el pueblo en su marcha por el desierto. Con la entrada a la tierra, la gente comenzó a comer de los frutos del país. Aunque les esperaban años de lucha para conquistar la tierra, este inicio marcó una normalidad. Hay que vivir en la Fe, desde la experiencia de cada día, y seguir descubriendo el paso de Dios por nuestra vida.

Amigas y amigos, en nuestro camino hacia la Pascua, es bueno que, al término de cada jornada, recordemos los acontecimientos vividos. Desde la fe, podremos reconocer, aún en momentos aparentemente grises y anodinos, que allí Dios también estuvo presente con su amor y su misericordia, librándonos de nuestros temores y angustias. Entonces, también nosotros podremos decir, con el salmista: 

¡Gusten y vean que bueno es el Señor! (Salmo 33,2-7).
El sábado 2 de abril se recuerda a san Francisco de Paula, un santo que se sintió llamado a vivir en una cuaresma perpetua. Pidamos su intercesión para que aprovechemos los días que nos quedan de este tiempo de Gracia. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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