domingo, 6 de junio de 2010

Parroquia de Vergara: Fiesta Patronal

Una Comunidad de Fiesta:
Parroquia Santísimo Sacramento, Vergara
La comunidad parroquial de Vergara (departamento de Treinta y Tres, Diócesis de Melo, Uruguay) celebró hoy su fiesta patronal.
El Obispo diocesano, Mons. Heriberto, presidió la Eucaristía junto al encargado de la parroquia, P. David, asistidos por el Seminarista Juan Fernando.
Durante la Misa el Obispo instituyó seis Ministros extraordinarios de la Comunión, para facilitar la distribución de la comunión a las personas enfermas, ancianas o impedidas y colaborar con el sacerdote en las celebraciones de asistencia numerosa.
La ceremonia fue preparada con cuidado, no faltando las ofrendas que hacían presente ante el Señor la vida y el trabajo de la zona de Vergara: el arroz, fuente de trabajo para una gran parte de la población; la olla, expresión también de una comunidad que comparte.
Luego de la misa, se realizó un almuerzo comunitario, una "olla podrida" a la que todos contribuyeron.
El P. David, mexicano de origen, contó que a su familia le llamaba la atención esa comida en la que se mezclaban y eran cocinados juntos diferentes tipos de vegetales, semillas y carnes. El explicó que esa olla era un buen símbolo de la comunidad que, en su diversidad se une en el compartir y en el esfuerzo común.
Luego del almuerzo, las guitarras invitaron al canto y al baile, en una fiesta que se prolongó hasta entrada la tarde.

Santísimos
Cuerpo y Sangre de Cristo
Apuntes para una reflexión

Este domingo, en el que celebramos la solemnidad de los Santísimos Cuerpo y Sangre de Cristo, les invito a que, juntos, contemplemos este gran misterio y dejemos iluminar nuestra vida con su resplandor.

Miremos primero al Cuerpo de Cristo como su cuerpo físico, el cuerpo que nació de la Virgen María. Miremos a esa sangre que corrió por sus venas.

Es el misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios, el Verbo eterno, se hizo hombre. San Juan nos lo dice con un lenguaje más fuerte: “se hizo carne” (Jn 1,14), lo que, en el lenguaje de la Biblia no significa solamente la materia, sino también la fragilidad humana. El Hijo de Dios se hizo uno de nosotros, tomó un cuerpo como el nuestro: un cuerpo que necesitó alimento, abrigo, descanso… Pero un cuerpo que le permitió estar presente, visible, palpable. El mismo San Juan nos habla en una de sus cartas de “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos” (1 Jn 1,1). Así fue posible que Jesús pusiera sus dedos en los oídos de un sordo, su saliva en los ojos de un ciego, que tocara a los leprosos, que levantara con su mano a la niña que había muerto… Todos ellos se curaron viviendo la experiencia de haber sido realmente “tocados” por el cuerpo de Cristo.

Pero la fragilidad de la carne hace que también ese cuerpo pueda ser lastimado, herido, incluso hasta la muerte. En la pasión, el cuerpo de Jesús es lacerado por los golpes, sus manos y sus pies son traspasados por los clavos, su sangre se derrama, hasta que finalmente expira su último aliento… y muere.

El cuerpo de Jesús es guardado en un sepulcro. Pero no permanecerá allí. El Padre lo resucitará.

Los discípulos volverán a ver a Jesús, vivo. "Contemplarán al que fue traspasado" (Jn 19,37). El cuerpo resucitado de Jesús es un cuerpo glorioso, sobre el que la fragilidad y la muerte ya no tienen poder. Y sin embargo, Jesús conserva en sus manos y en sus pies los estigmas de los clavos, y en su pecho la marca de la lanza que le abrió el corazón. De nuevo, los discípulos oyen, ven, contemplan, palpan al Maestro. En Él ven una nueva humanidad. El hombre nuevo, hacia el que todos estamos llamados a crecer, para participar un día, en Cristo, y como Él, de la vida misma de Dios.

Y por aquí nos acercamos al segundo aspecto del Cuerpo de Cristo que les invito a contemplar. Después de habernos detenido en el cuerpo físico del Señor, miremos ahora a su Cuerpo Eucarístico.

Antes de entrar en su pasión, en su última cena, Jesús quiso manifestarles a sus discípulos el sentido profundo de lo que estaba por ocurrir, hacerlos participar de lo que iba a suceder con Él, y dejarles un memorial de esos acontecimientos.

Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos diciéndoles: “tomen y coman, esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”. Bendijo la copa de vino, y se la pasó diciendo “Tomen y beban todos de él; éste es el cáliz de mi sangre; sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos. Hagan esto en memoria mía”.
Cuerpo que se entrega ¡por ustedes!
Sangre derramada ¡por ustedes y por muchos!
Cáliz de una alianza ¡nueva y eterna!

A Jesús no le van a “quitar la vida”: Él la da. Él se entrega. Su cuerpo va a sufrir, su sangre va a ser derramada, ¡por nosotros!, ¡por toda la humanidad! Jesús está ofreciendo su vida, entregando su vida al Padre, por la Salvación de los hombres. Ese es el sentido de todo lo que va a suceder con Él. Mientras que algunos sólo pueden ver en la crucifixión una muerte espantosa, torturante, propia de un criminal -porque ése era el significado de la cruz- Jesús la convierte en el más grande acto de amor, porque nadie ama más que el que da la vida por los amigos.

Pero Jesús no sólo dice estas palabras sobre el pan y sobre el cáliz. Invita a sus discípulos a comer de ese pan, que es su cuerpo y a beber de ese vino, que es su sangre. Los invita así a unirse a él, a participar de su pasión. No los hace subir con él a la cruz, ni siquiera soportar los latigazos. Dándoles su cuerpo y su sangre, Jesús los invita a unirse, espiritualmente, profundamente, a su entrega de amor. “Mi cuerpo entregado por ustedes, mi sangre derramada por ustedes.”

Finalmente, Jesús agrega “hagan esto en memoria mía”. La última cena es la primera misa. Los discípulos de Jesús, desde entonces y hasta hoy, seguimos celebrando la Eucaristía, participando del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, para participar así del misterio de su entrega, de su muerte y de su resurrección. La “memoria” de Jesús, que Él nos pide hacer, no es simplemente un recuerdo. Es la manera de que Él esté entre nosotros, vivo, presente, y que podamos, de otra forma, tocarlo y recibirlo.

Y esto nos trae al tercer y último aspecto del Cuerpo de Cristo que les invito a contemplar. Cuerpo físico, cuerpo eucarístico y ahora el Cuerpo Místico de Cristo: la Iglesia.

Desde el momento en que los discípulos comieron el Cuerpo de Cristo y bebieron de su Sangre, bajo la forma de pan y vino, entraron en comunión sacramental con Él. Desde entonces, la Iglesia se edifica, se construye a través de la esa comunión sacramental en la que, después de los discípulos vamos entrando las sucesivas generaciones de cristianos.

El Bautismo nos incorpora a Cristo, nos hace miembros de su Iglesia, que es su Cuerpo, su “Cuerpo Místico”. Esa incorporación se renueva y se consolida, se fortalece, por medio de la comunión.

Por medio de la comunión eucarística la Iglesia va fortaleciendo también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo lo expresa de este modo: “Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 16-17).

Es al revés de lo que sucede con los alimentos comunes. Cuando comemos nuestra comida, la “asimilamos”, es decir, transformamos esos alimentos en lo que somos nosotros: piel, carne, huesos… Cuando comemos el cuerpo de Cristo, en cambio, es Él quien nos asimila, es decir, nos une a su cuerpo, nos hace una parte suya.

Cuando nos reunimos, como hoy, para celebrar la Eucaristía, podemos contemplar todo esto… contemplar no quiere decir quedarnos parados, mirando lo que sucede, como detenidos en el tiempo… la contemplación cristiana cambia nuestra vida: cambia nuestra forma de mirar, de sentir, de actuar.

Cuando los sacerdotes recibimos la ordenación sacerdotal, que nos hace posible presidir la celebración de la Eucaristía para el Pueblo de Dios, el Obispo nos dice “considera lo que realizas e imita lo que conmemoras”.

Todos nosotros podemos sentir también esa invitación, y considerar lo que celebramos e imitar lo que conmemoramos. Una comunidad eucarística se une a Cristo para vivir en Él su entrega al Padre, con la misma confianza con que Jesús se puso en sus manos, y su entrega a los hermanos. Como a los discípulos, frente a las hambres del mundo de hoy, Jesús nos sigue diciendo: “Denles ustedes de comer”.

+ Heriberto

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