1 Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador.
2 Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
3 Ustedes ya están limpios gracias a la Palabra que les he anunciado.
4 Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí.
5 Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada.
6 Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
7 Si permanecen en mí, y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán.
8 La gloria de mi Padre está en que ustedes den mucho fruto, y sean mis discípulos.
9 Como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes; permanezcan en mi amor.
10 Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.
11 Les he dicho esto, para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea completa.
(Jn 15,1-11)
“Para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría sea completa”
¿Cuál es la alegría del corazón de Jesús?
¿Cuál es la alegría que quiere comunicarnos?
Las palabras de Jesús nos remiten en primer lugar a lo que acaba de decir: “les he dicho esto, para que…”
La parábola de la Vid y los sarmientos es una invitación a permanecer como discípulos en el amor de Jesús, guardando sus mandamientos, dando frutos a partir de esa unión.
Pero ese permanecer en el amor de Jesús es, a la vez, semejante del permanecer de Jesús en el Padre, guardando los mandamientos del Padre.
No parece que aquí se trate de los Diez Mandamientos… se trata más bien de la voluntad del Padre (que, por supuesto, los incluye), voluntad de vida, de salvación para sus criaturas humanas.
Podemos buscar a través de los Evangelios aquello que hace que Jesús se alegre.
Encontramos un primer motivo de alegría en Mateo (18,13) y Lucas (15,7.10), con la parábola de la oveja encontrada (Lucas agrega la moneda encontrada): alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierte.
Después vemos a Jesús manifestar abiertamente su alegría (Lucas 10,21), a partir del regreso de los setenta y dos enviados en misión. Jesús comparte la alegría con la que llegan sus discípulos. La orienta positivamente para se alegren “de que sus nombres estén escritos en los Cielos” y finalmente, nos dice Lucas: “… se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo ‘Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito’.”
La alegría de Jesús, en definitiva, está en ver cumplirse el Plan de salvación del Padre. En el centro del Corazón de Jesús, en el centro de su vida, está el realizar esa voluntad del Padre. Su alegría nace, pues, de la fidelidad al Padre.
De esa alegría de Jesús brota para nosotros la fuente de la verdadera alegría. La permanencia en Jesús, la permanencia en su amor, a través de realizar por Él, con Él y en Él la voluntad del Padre para nuestra vida y para la Vida del Mundo, esa ha de ser nuestra más grande alegría.
Si la alegría de Jesús nace de su fidelidad al Padre, la nuestra nace de nuestra felicidad a Jesucristo, el enviado del Padre.
Si seguimos espigando en el Evangelio, podemos ver cómo Jesús es causa de alegría para los hombres.
Esa alegría comienza desde el anuncio de su llegada:
- la alegría a la que es invitada María por el arcángel Gabriel (Lc 1,18): “alégrate, María”…
- … y que ella expresará en su canto: “Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador” (Lc 1,47).
- la alegría “para todo el pueblo” anunciada por el ángel a los pastores (Lc 2,10)
- es la alegría de los magos al ver la estrella (Mt 2,10)
- la alegría de Juan el Bautista, “el amigo del novio” que se alegra por su llegada (Jn 3,29)
Es la alegría de recibir a Jesús en su casa que experimenta Zaqueo (19,6), un pecador que se convierte, que se corresponde con la alegría del Cielo (Lc 15,7.10).
Es la alegría de los discípulos en la entrada a Jerusalén (Lc 19,37) que los lleva a alabar a Dios “por todos los milagros que habían visto”.
Es la alegría pascual, la alegría del reencuentro con el Resucitado.
Todas estas alegrías nos vuelven a hablar del cumplimiento del proyecto del Padre en Jesús. No son “momentos” de alegría, sin relación unos con otros. Es una alegría que atraviesa y unifica todo el Evangelio.
Y Jesús promete más alegría, aún en la persecución, porque la Cruz no está omitida para Él ni para sus discípulos:
“Bienaventurados ustedes, cuando los hombres los odien, cuando los expulsen, los insulten y proscriban su nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, que su recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas”. (Lc 6,22-23)
Lucas nos muestra después cómo los discípulos llegarán a experimentar esa alegría:
“Los judíos incitaron a mujeres distinguidas que adoraban a Dios, y a los principales de la ciudad; promovieron una persecución contra Pablo y Bernabé y les echaron de su territorio.
Estos sacudieron contra ellos el polvo de sus pies y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu Santo”. (Hch 13,50-52)
Finalmente, algo muy importante para nosotros, en estos tiempos de Misión Continental: la alegría de la comunidad por la llegada de nuevos miembros, fruto de la conversión:
“[Pablo y Bernabé], enviados por la Iglesia, atravesaron Fenicia y Samaria, contando la conversión de los gentiles y produciendo gran alegría en todos los hermanos” (Hch 15,3).
Esa es la alegría de una Iglesia en misión. Una Iglesia que quiere abrirse, que quiere crecer, precisamente viviendo al servicio de la voluntad del Padre es una Iglesia que tiene que querer y buscar esa alegría.
+ Heriberto
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