lunes, 10 de mayo de 2010


Carta de los Obispos del Uruguay a los Sacerdotes
con motivo del Año Sacerdotal

Fidelidad de Cristo, Fidelidad del Sacerdote


Queridos hermanos sacerdotes:

Estamos culminando el año sacerdotal, propuesto por el Papa Benedicto XVI, al cumplirse los 150 años de la muerte de un santo cura de pueblo, San Juan María Vianney, el Cura de Ars, declarado patrono universal de los sacerdotes.

El santo Cura de Ars
Su virtud más peculiar fue vivir con sencillez y coherencia su ser sacerdotal. Dios y las almas llenaban su corazón de cura bueno, imagen viva del Buen Pastor. Predicaba transmitiendo la verdad del Evangelio, con el sabor que proviene de la oración, afrontando frecuentes adversidades internas y externas.

Visitaba a los enfermos llevando el consuelo más importante que es el amor de Dios, recibía a los pecadores en la confesión, (a la que dedicaba muchas horas diarias), para ofrecer la misericordia tierna y fiel del Padre Dios, siempre cercano a las dolencias del cuerpo y del alma.

La celebración de la Eucaristía era el momento fuerte de cada jornada, donde se nutría y sacaba alimento para sí y para sus fieles.
Celebraba los sacramentos, dedicaba tiempo a la catequesis y así caminaba junto a su pueblo.
Profundo en la oración, peleó el buen combate de la fe, asistió a los pobres y huérfanos, con gran sensibilidad por los que sufren.

Su ejemplo y su testimonio nos siguen iluminando e impulsando a renovar nuestra entrega en el ministerio sacerdotal.

Nuestro reconocimiento y gratitud
Al finalizar este año de gracia, queridos sacerdotes, nosotros sus obispos nos dirigimos a ustedes para agradecerles su fidelidad ministerial, animarlos, e invitarlos a renovar la alegría de la fe, la firmeza de la esperanza y el gozo del ministerio recibido. Lo hacemos con gran afecto y gratitud hacia ustedes, con quienes compartimos la hermosa y exigente misión de anunciar el Evangelio a nuestro pueblo, en medio de tantos desafíos.

Comprendemos y compartimos las dificultades y exigencias del tiempo en que vivimos. Somos conscientes de que la mies es mucha y los obreros pocos. Compartimos con ustedes el sentimiento de impotencia cuando las situaciones pastorales son de difícil solución.

Apreciamos su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, su empeño y su fatiga, su dedicación al ministerio y las ansias de su apostolado.

Conocemos también el respeto y reconocimiento que suscita en tantos fieles su desinterés evangélico y su caridad apostólica, su vida espiritual, su coloquio con Dios, su sacrificio con Cristo y sus ansias de contemplación en medio de la actividad.

Damos gracias al Señor porque siguen con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia del tiempo.
Nos sentimos impulsados por cada uno de ustedes a repetir las palabras del Señor en el Apocalipsis: “Conozco tus obras, tu trabajo y tu paciencia” (Ap. 2,2).

Reconocemos y admiramos la entrega fiel y generosa de la inmensa mayoría de nuestros sacerdotes. Nos sentimos especialmente cercanos a quienes atraviesan momentos de tribulación, o viven su ministerio en situaciones de particular exigencia: periferias urbanas y rurales, soledad, enfermedad, desgaste y rutina de la acción pastoral, incomprensión y desaliento. Deseamos que sientan nuestra cercanía, y sepan confiarnos su corazón con ánimo filial.

La crisis actual
La profunda crisis que estamos viviendo potencia los cuestionamientos morales. Nos duele la incoherencia y el pecado de quienes han defraudado a Dios y al pueblo que se les encomendó apacentar. Esto nos mueve a una profunda humildad, a la vez que es un llamado a recorrer el camino de la penitencia y la conversión.

Es una situación que asumimos como comunidad eclesial, con la conciencia que debemos reparar, con nuestra oración y nuestras obras, el daño y el dolor causado.

También hemos visto en estos últimos años, sin tanto escándalo, pero no sin provocar dolor y sufrimiento, que otros hermanos presbíteros han abandonado el ministerio.

En especial nos preocupan aquellos que, sin llegar a esta dolorosa decisión (de dejar el ministerio), viven, por diversos motivos, una rutina “vacíos” de sentido.

Como obispos nos comprometemos a poner una mayor atención en el discernimiento y selección de los candidatos al ministerio presbiteral.

El don del sacerdocio
En esta carta, como padres, hermanos y amigos, con ustedes damos gracias a Dios por el don inmenso del sacerdocio ministerial que hemos recibido de Jesucristo.

El amor de Dios manifestado en Jesucristo ha llegado a nosotros de manos de la Iglesia, que nos engendró a la fe y nos llamó al ministerio después de un largo, sereno y responsable discernimiento. El mismo amor de Dios se nos sigue manifestando cotidianamente, a través de la comunión presbiteral y del servicio al pueblo santo de Dios, que es la razón de ser de nuestro ministerio.

Sabemos que nuestra vida y ministerio se fundamentan en la relación personal e íntima con Cristo, que nos hace partícipes de su sacerdocio. Esta vinculación Jesús la sitúa en el campo de la amistad: “ustedes son mis amigos”, nos dice. Fue Cristo que nos eligió como amigos, y es en clave de amistad como entiende nuestro llamado. Conocerle a El en esta experiencia de amistad, supera todo conocimiento dice S. Pablo (Fil 3, 8-9).

El Santo Padre en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal nos invitaba a “perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por El”.

En efecto, queridos hermanos, el sacerdocio es Misterio de Amor recibido y entregado, actualizado cada día en la celebración eucarística y en el don generoso de la propia vida.

Sabemos que seguir a Cristo entregándole todo nuestro afecto exige una atención permanente, pequeñas renuncias de cada día, y una disposición al buen combate como lo recuerda el apóstol S. Pablo, teniendo el cinturón de la Verdad, la justicia como coraza, calzados los pies con el celo por el Evangelio, portando el escudo de la fe, el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu que es la Palabra (cfr. Ef. 6, 14-18).

Renovar el amor primero
Pero como todo amor humano es vulnerable, “llevamos este tesoro en vasijas de barro” (2Cor. 4, 7), necesitamos también acoger la invitación del Apóstol a Timoteo: “te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos” (2Tim. 1,6).

Estamos llamados a renovar de un modo especial nuestra vida espiritual, por medio de la oración, del acompañamiento espiritual periódico, frecuentando el sacramento de la reconciliación.

Ustedes pertenecen a un cuerpo presbiteral, y por lo tanto es importante la amistad y la fraternidad sacerdotal. Esa amistad que sostiene en la entrega y alienta en el compromiso cotidiano. La fraternidad que preserva del individualismo y del aislamiento que matan la vida interior, oscureciendo la capacidad de discernir y encontrar los caminos del Señor.

Renovamos nuestra convicción del don valioso del celibato para nuestro ministerio, carisma que nos une íntimamente con Cristo célibe, y nos hace partícipes de su amor esponsal por la Iglesia.

A la vez los invitamos a renovar el empeño en la pastoral vocacional, sobre todo con el propio testimonio, que suscite en los jóvenes el deseo de la vida sacerdotal.

Mons. Jacinto Vera
En este año sacerdotal queremos recordar al Siervo de Dios Mons. Jacinto Vera, fundador del clero nacional y protector de los religiosos. Nos ilumina su ejemplo de sacerdote fiel a Cristo y a la Iglesia, hombre de fe y oración, entregado al ministerio parroquial, dedicado a grandes y chicos, con un especialísimo cuidado de los pobres y necesitados, hasta el punto de recibir el título de padre de los pobres. Su santidad brilla iluminando sus grandes cualidades humanas y sacerdotales.

Como celoso prelado de la Iglesia Oriental fue un misionero incansable y un inteligente organizador de la vida eclesial, hasta poder llegar a la fundación de la Diócesis. Su principal preocupación fue la búsqueda de vocaciones y la formación de los sacerdotes, apuntando a tener sacerdotes abnegados y misioneros, virtuosos, ilustrados y apostólicos. También procuró mejorar la moralidad y espiritualidad del clero, proponiendo los Ejercicios Espirituales anuales, enseñando, exhortando y corrigiendo.

Por todo esto queremos dejarnos iluminar por su vida y sus enseñanzas, y lo proponemos a los sacerdotes como ejemplo y estímulo.

Conclusión
Durante este año de gracia hemos recogido el testimonio admirable de S. Juan María Vianney, patrono de los sacerdotes, en el que tenemos un ejemplo para renovar nuestra fidelidad ministerial. También queremos evocar a tantos sacerdotes, discípulos misioneros del Buen Pastor, que nos han precedido en el ministerio, han sembrado la Palabra de Dios, y han derramado la vida nueva de la redención a lo largo y a lo ancho de nuestra patria. Ellos nos ayudan con su intercesión y nos estimulan con su ejemplo para continuar nuestro camino, y cumplir la misión que recibimos del Señor Jesús.

Encomendamos la vida y el ministerio de cada uno de ustedes a la ternura maternal y la intercesión de María, Virgen de los Treinta y Tres, y los abrazamos con afecto y gratitud.

Mons. Carlos María Collazzi sdb, Obispo de Mercedes, Presidente de la CEU
Mons. Rodolfo Wirz, Obispo de Maldonado-Punta del Este, Vicepresidente de la CEU
Mons. Nicolás Cotugno sdb, Arzobispo de Montevideo
Mons. Pablo Galimberti, Obispo de Salto
Mons. Alberto Sanguinetti, Obispo de Canelones
Mons. Julio Bonino, Obispo de Tacuarembó
Mons. Martín Pérez Scremini, Obispo de Florida
Mons. Rodolfo Wirz, Administrador Apostólico de Minas
Mons. Arturo Fajardo, Obispo de San José de Mayo
Mons. Hermes Garín, Obispo Auxiliar de Canelones
Mons. Milton Tróccoli, Obispo Auxiliar de Montevideo
Mons. Roberto Cáceres, Obispo Emérito de Melo
Mons. Luis del Castillo, Obispo Emérito de Melo
Mons. Raúl Scarrone, Obispo Emérito de Florida
Mons. Orlando Romero, Obispo Emérito de Canelones
Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, Secretario General de la CEU

Florida, abril de 2010

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