Del diario EL OBSERVADOR de Montevideo
Los curas párrocos Mario Hernández y Guillermo Porras, y el provincial de los salesianos, Daniel Sturla, relataron cómo descubrieron su vocación, contaron anécdotas y recordaron las dificultades que debieron enfrentar en esos años y también las alegrías que aseguran haber vivido.
Mario Hernández
Párroco de la catedral de San José
Párroco de la catedral de San José
A los 81 años, con 55 años y siete meses de sacerdote, Mario Hernández sigue estudiando y no pierde el contacto con la gente. Aunque siempre dijo que a los 75 se retiraría, se transformó en el párroco de la catedral de San José.
Nació y creció en una familia cristiana de 11 hermanos. Cuando era monaguillo en una parroquia de Canelones junto a dos amigos, el párroco los invitó a ser sacerdotes. “Los tres dijimos que sí, sin mucho conocimiento de lo que hacíamos”.
Entró al seminario en 1942 y se dedicó al estudio “como si fuera lo más grande” que tenía que hacer. “Quedé casi estresado como Mujica”, bromeó. Al terminar los estudios de filosofía tuvo que descansar un año antes de entrar en teología. A fines de 1956 comenzó una nueva diócesis en San José y el obispo lo llamó para ser su secretario.
En su vida no faltaron las crisis. En una época en que en Europa había muchos curas, el obispo de San José trajo 10 sacerdotes de España y a tres belgas.
La presencia de los extranjeros provocó algunos problemas con los “criollos”, al punto que enviaron una carta poniendo de manifiesto sus discrepancias.
El problema no terminó bien y 10 sacerdotes extranjeros abandonaron el ministerio. “A mí eso no me tiró abajo. Ningún golpe me aplastó del todo. Siempre encontré sacerdotes ejemplares cuyo ejemplo pesó más en mí”, aseguró.
El ministerio sacerdotal lo llevó por caminos variados: estuvo en el seminario de Toledo, a los 24 años fue nombrado párroco de Rodríguez y Capurro, en San José, donde tenía que atender 16 capillas. En la década de 1980 formó parte de los cursillos de cristiandad y en los últimos años se dedicó a estudiar sobre el papel de los laicos en la Iglesia.
Lo que más recuerda de la época de párroco fue que pudo poner “en práctica la teoría”. Sobre todo cuando llegaban a su parroquia enfermos mentales de la Colonia Etchepare. “¿Acaso no eran los pobres de los que habla el Evangelio?”, se dijo a sí mismo.
Un día uno de ellos, en el momento de la oración, pidió en voz alta para dejar de fumar pero poco después se acercó al altar y le dijo al padre Mario: “Quiero fumar ahora”. Él le explicó que estaban en misa y que luego le daba tabaco, pero insistió en que debía ser “ahora”, por lo que interrumpió la celebración y fue a buscarle tabaco. “Como si fuera parte de la liturgia le encendí el cigarrillo y seguí con la misa”.
Hoy dedica parte de su tiempo a visitar enfermos y a hacer lo que siempre hizo. “Hacer una Iglesia presente en el mundo”, dijo.
Nació y creció en una familia cristiana de 11 hermanos. Cuando era monaguillo en una parroquia de Canelones junto a dos amigos, el párroco los invitó a ser sacerdotes. “Los tres dijimos que sí, sin mucho conocimiento de lo que hacíamos”.
Entró al seminario en 1942 y se dedicó al estudio “como si fuera lo más grande” que tenía que hacer. “Quedé casi estresado como Mujica”, bromeó. Al terminar los estudios de filosofía tuvo que descansar un año antes de entrar en teología. A fines de 1956 comenzó una nueva diócesis en San José y el obispo lo llamó para ser su secretario.
En su vida no faltaron las crisis. En una época en que en Europa había muchos curas, el obispo de San José trajo 10 sacerdotes de España y a tres belgas.
La presencia de los extranjeros provocó algunos problemas con los “criollos”, al punto que enviaron una carta poniendo de manifiesto sus discrepancias.
El problema no terminó bien y 10 sacerdotes extranjeros abandonaron el ministerio. “A mí eso no me tiró abajo. Ningún golpe me aplastó del todo. Siempre encontré sacerdotes ejemplares cuyo ejemplo pesó más en mí”, aseguró.
El ministerio sacerdotal lo llevó por caminos variados: estuvo en el seminario de Toledo, a los 24 años fue nombrado párroco de Rodríguez y Capurro, en San José, donde tenía que atender 16 capillas. En la década de 1980 formó parte de los cursillos de cristiandad y en los últimos años se dedicó a estudiar sobre el papel de los laicos en la Iglesia.
Lo que más recuerda de la época de párroco fue que pudo poner “en práctica la teoría”. Sobre todo cuando llegaban a su parroquia enfermos mentales de la Colonia Etchepare. “¿Acaso no eran los pobres de los que habla el Evangelio?”, se dijo a sí mismo.
Un día uno de ellos, en el momento de la oración, pidió en voz alta para dejar de fumar pero poco después se acercó al altar y le dijo al padre Mario: “Quiero fumar ahora”. Él le explicó que estaban en misa y que luego le daba tabaco, pero insistió en que debía ser “ahora”, por lo que interrumpió la celebración y fue a buscarle tabaco. “Como si fuera parte de la liturgia le encendí el cigarrillo y seguí con la misa”.
Hoy dedica parte de su tiempo a visitar enfermos y a hacer lo que siempre hizo. “Hacer una Iglesia presente en el mundo”, dijo.
Guillermo Porras
Párroco de San Pedro en el Buceo
Hasta los 17 años Guillermo Porras no era creyente como tampoco lo son –hasta hoy– sus dos hermanos. Mientras cursaba bachillerato en el liceo Zorrilla comenzó a replantearse el sentido de su existencia. Empezó a ir a la iglesia con sus padres que sí son creyentes. “No lo vivía con pasión. Pero Dios me hizo reencontrarme. Descubrí que Dios estaba adentro de mí y yo lo buscaba afuera”, contó.
Vivía cerca de los Talleres de Don Bosco y se acercó allí. Le transmitió su inquietud al padre Enrique Somma y aunque pensó que lo iba a mandar al seminario le recomendó integrarse a un grupo de jóvenes.
“Un día llegué a mi casa y tiré la bomba: quiero ser sacerdote”. Su madre le recomendó que hablara con otro sacerdote, el padre Haroldo Ponce de León.
Cuando ingresó al seminario tenía solo dos años de creyente. “Descubrí un mundo fascinante que me absorbió. Descubrí a otros jóvenes que estaban en la misma que yo, con las ganas de servir al Señor”, recordó.
“Venía de cero. No conocía a nadie que pasara por eso”, agregó. Lo que comenzó como una prueba se transformó en lo definitivo.
En estos 17 años aprendió que ser cura “es estar cerca de la gente, del que sufre, saber transmitir la fe y la alegría. ¿Cómo se le va a ocurrir a un muchacho ser sacerdote si solo ve personas cansadas o preocupadas? Tenemos que ser curas que disfrutamos el ministerio sacerdotal”, reflexionó.
Intenta que su vida refleje que es una persona alegre y “convencida de que el Evangelio es el mejor programa de vida”. Dijo que procura como el cura de Ars asumir el dolor de la gente como propio. Una vez fue al hospital a atender a un enfermo que lo rechazó. Pero no se fue. “Luego de sacar su bronca, quiso confesarse y me agradeció”.
Daniel Sturla
Provincial de los Salesianos
Provincial de los Salesianos
En el hogar de los Sturla el devoto era el padre mientras que la madre venía de una familia de trazos anticlericales. De su padre aprendió a “poner a Dios primero y el amor a la Iglesia” y le quedó grabada una frase que repetía: “A los curas les falta boliche”, para reflejar la idea de que los sacerdotes no deben estar alejados de las realidades cotidianas de las personas.
A los 14 años una compañera del grupo Castores de los Jesuitas le preguntó si había leído el Evangelio. Respondió con un sí genérico, pero ella insistió. “¿Leíste todo el Evangelio?”, a lo que debió responder que no. “Entonces no sabés nada de Jesús”. Esa frase lo movió y salió corriendo a comprarse una Biblia que se devoró.Cuando comenzó a cursar bachillerato en el liceo Juan XXIII el padre Félix Irureta le preguntó si quería ser sacerdote. Le dijo que “no gracias”, convencido de que tenía vocación “para la vida de familia, la abogacía y la historia”.
Empezó derecho e historia pero la “duda vocacional” se había instalado. Leyendo una biografía de Don Bosco, fundador de los salesianos, descubrió que ese era su camino. “Encontré la horma de mi zapato en ese amor por los jóvenes, a los pobres, a la Iglesia, a la vida sencilla, al espíritu de familia y a la Virgen María”, dijo.
Pero a partir de ese momento no todo fue color de rosa. Al tener que hacer la profesión perpetua –antes de la ordenación sacerdotal– dudó si sería capaz de entregarse a Dios para siempre. Pedí ir al psicólogo y me dijo: “No me traslade el problema a mí. La decisión es suya”, le dijo el profesional.
Guiado por la “libertad interior” se ordenó sacerdote. Poco tiempo después cuando lo nombraron encargado de disciplina y estudios de 180 pupilos de Talleres de Don Bosco entró en crisis. “No me fue bien. No logré entrar en empatía con los jóvenes”, recordó.
En medio de la angustia que le provocaba ese “fracaso” descubrió que el sacerdocio “era un regalo inmenso de Dios”.
Sturla narró una anécdota que le ayuda a vivir la castidad. “Escuché comentarios que se decían de un amigo sacerdote, y le escribí para preguntarle si era cierto. Me contestó: “No podría traicionar a Dios, pero tampoco podría traicionar a los jóvenes que han puesto su confianza en mí”.
Esa frase le quedó grabada y asegura que le impulsa a mantenerse fiel a su compromiso y a la confianza de tantos jóvenes.
Hoy, convertido en la máxima autoridad de los salesianos en Uruguay, asegura que tiene una vida plena.
A 25 años de dejar el colegio hicieron un “retiro sui géneris” con sus compañeros de generación. Cada uno contó qué había hecho en su vida. “Al mirar mi vida, la experiencia que me queda es decir qué vida más plena la mía”, concluyó.
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